Me gusta mucho la canción de la potra Salvaje. Me gusta cuando dice eso de los tatuajes, porque me recuerda a mi vida. Mi historia comienza cuando me di cuenta de que hacía muchos años que no me miraba al espejo. Y no lo hacía por varios motivos.
Tenía cuarenta y cinco años y, si soy sincero, me sentía acabado. Mi relación con mi mujer de casi una década había terminado de la peor manera. Con broncas, reproches y una despedida fría, sin lágrimas, como si todo lo que habíamos sido se hubiera evaporado sin dejar rastro. La verdad es que todavía no entiendo qué pasó.
Durante semanas, viví una vida sin sentido. Iba al trabajo, comía lo primero que encontraba, casi siempre pizza o comida rápida, y regresaba a casa para encerrarme con una cerveza y Netflix. Pensé que así se curaban las heridas, con tiempo y distracción.
Pero la verdad es que no era así. Un día, al intentar abrocharme unos pantalones que antes me quedaban sueltos, noté la presión en el abdomen y me sentí gordo. Me miré al espejo, sin camiseta, y vi un hombre cansado, con el abdomen blando, los hombros caídos y una barriga de fracasado.
Ese fue mi punto de caída que lo cambió todo. No sé por qué, pero esa mañana decidí que algo tenía que cambiar. No por ella, sino por mí. Fui al gimnasio del barrio, uno de esos que siempre veía desde el coche y pensaba: “algún día iré”. Y lo pillé con muchas ganas, aunque es cierto que el primer mes fue un infierno.
Me dolía todo. Pero poco a poco, algo cambió. Empecé a disfrutar del esfuerzo, del sudor, de esa sensación de superación cuando lograba levantar un poco más de peso o correr unos minutos extra.
A los tres meses había bajado casi diez kilos. Era una gozada. No solo cambiaba mi cuerpo, también mi ánimo. Me levantaba con energía, dormía mejor y empecé a recuperar algo que había perdido hacía años: autoestima.
Un sábado, después de entrenar, me detuve frente a un estudio de tatuajes que acababa de abrir. En el escaparate había un cartel que decía: “El cuerpo también cuenta historias”. Me quedé mirando esa frase más tiempo del que debería. Entré sin pensarlo.
El tatuador de Ritual Tattoo, un tipo con barba, me preguntó qué quería hacerme. No lo sabía. Le dije que quería algo que marcara un antes y un después, algo que representara lo que estaba viviendo. Sonrió y me dijo: “Entonces no estás buscando un dibujo, estás buscando una historia”.
Mis tres tatuajes
El primer tatuaje fue sencillo. Me hice un reloj de arena roto. ¿Por qué? Pues porque simbolizaba el tiempo perdido, las oportunidades que dejé escapar, los años en los que viví en pausa esperando que la vida se resolviera sola. Cuando vi la tinta curarse sobre mi piel, sentí una especie de liberación.
El segundo llegó seis meses después, cuando ya había recuperado casi por completo mi forma física. Era una montaña con un pequeño sendero que ascendía hasta la cima. Ese tatuaje era mi símbolo de constancia. Cada vez que me veía al espejo y lo notaba en mi hombro derecho, recordaba todas las veces que quise rendirme y no lo hice.
El tercero fue el más significativo. Un corazón hecho de líneas geométricas. Lo quise así porque el amor, entendí con el tiempo, no siempre es perfecto ni simétrico. A veces se quiebra, se recompone y queda distinto, pero sigue latiendo. Ese tatuaje me lo hice cuando conocí a alguien nuevo. No era un amor de película, ni un reemplazo. Era una mujer que llegó sin ruido, con una sonrisa tranquila y una conversación fácil. Me enseñó que uno puede volver a querer, incluso después de haber pensado que el corazón estaba cerrado para siempre.
No fue una transformación mágica ni inmediata. Todavía tengo días grises, y a veces la nostalgia me muerde en las noches silenciosas. Pero ya no soy aquel hombre que se escondía detrás de una pantalla para no pensar.
Cada tatuaje cuenta un fragmento de mi historia. El reloj de arena roto me recuerda que el pasado no se puede recuperar, pero sí se puede aprender. La montaña es el esfuerzo, de constancia, de seguir adelante aunque duela. Y el corazón me recuerda que sigo vivo, que aún puedo sentir, aunque es cierto que a veces los latidos van muy rápido.
A veces la gente me pregunta por qué decidí tatuarme a mi edad, y la respuesta es fácil, porque no todos los cambios se ven en el cuerpo; algunos se sienten en la mirada, en la postura, en la forma en que respiras.
Hoy, cuando me miro al espejo, ya no veo a un hombre roto. Veo a alguien que decidió reconstruirse. Y eso es algo que recomiendo a todo el mundo.

